Les decía con frecuencia a mis alumnos cuando era profesor universitario en Madrid, que salvo en Chueca, nadie se mete el dedo en el culo por gusto (nunca fui una persona muy fina…). Y es que con frecuencia, cuando nos sorprendemos viendo algo que nos viene mal, o a otro que hace algo que va en su contra y aun así lo hace, pensamos: “¿Soy/es imbécil?, está claro que eso no le viene nada bien”.
Normalmente, nos centramos en dejar de hacer eso que sabemos que no va bien, ya sea repitiéndonos un discurso de que no queremos hacerlo, los motivos a favor de no hacerlo y, sobre todo, echarnos una terrible bronca en la que nos decimos de todo menos bonico, para “castigarnos” y que así “aprendamos la lección” y no volver a repetirlo. Si eres de esas personas más puestas en psicología porque te mola el rollo o porque hayas ido a terapia, buscarás información sobre herramientas y tips para manejar la situación y no recurrir a eso que no queremos hacer.
Y, como habrás comprobado, esto no suele pasar de algo que se queda en ese rato que te motivas y te sientes mejor porque ves súper claro en tu cabeza que no lo vas a volver a hacer. De hecho, puede que incluso más allá de ese momento de “concienciación” y de fantasear con que esta vez es la buena y no volverás a hacerlo, logres tirarte unos días consiguiendo no hacerlo, a base de fuerza de voluntad y el empleo de algunas de esas herramientas.
Pero vuelves a caer en eso que te perjuraste que no harías. ¿Por qué? Pues porque has visto esa conducta que realizas que no te gusta nada, en la que te saboteas a ti mismo, y lógicamente has decidido erradicarla, sin embargo, el problema es que el árbol te ha impedido ver el bosque.
Me explico, las personas (y esto puede que te sorprenda) no somos gilipollas. O al menos, no intencionadamente. Nadie se jode la vida por gusto, lo hacemos porque, aunque no lo parezca, esa conducta o hábito que te viene tan mal, es tu forma de cubrir una necesidad o protegerte de algo que percibes o temes como extremadamente doloroso. Pongamos un caso práctico, por ejemplo la famosa serie del Dr. House. Por si no la has visto te la cuento, y si la viste te la recuerdo brevemente: La serie trata sobre un médico que es un genio y un sarcástico cachondo que te cagas (me flipaba) que tenía un problema por una extraña enfermedad que le producía unos dolores terribles en la pierna, así que, como le dolía la pierna, consumía bicotina, un opiáceo muy potente que usaba como calmante. Como la enfermedad no tenía cura, pues el Dr. House acabó un pelín yonki con el tema de las pastillas, lo cual alteraba sus problemas de mal humor y lo volvía insoportable, razón por la cual las personas que le amaban se alejaban de él y acababa bastante sólo y amargado, algo que le llevaba a meterse más pastillas o a estar más insoportable.
El Dr. House podría haber ido a terapia varias veces, formarse en estrategias para el manejo de la adicción y mil historias más, porque lógicamente ser drogadicto no es algo que venga muy bien a la vida de nadie, pero claro, querer quitar esa conducta que es un problema y que es un objetivo muy lógico, choca con la funcionalidad de ese problema: manejar el dolor de la pierna. Es casi imposible que el pobre Dr. House pueda dejar de hacer eso que le viene mal, tomarse la bicodina, mientras la pierna le duela horrores, porque esa es la función de esa conducta.
Por suerte para ti o para mi o para el 99% de la población, nuestros dolores no son una enfermedad sin cura, sino que provienen de heridas emocionales del pasado, del miedo a ser rechazados o a fracasar, del pavor a vernos mal con una depresión y eso se puede curar con una buena terapia, comprometiéndonos con nosotros mismos y mirando y aprendiendo a tratar bien la parte de nosotros que no nos gusta (a mi personalmente, me cuesta menos mirar y enseñar al Ventura que da conferencias para 1000 personas que al chaval de 14 años al que llamaban Quasimodo) y echándole cojones.
Por eso cuando intentas dejar de comer cosas que engordan, ser más activo y sociable, cuando intentas relajarte y no estar todo el día pensando en todo o cuando intentas controlar tu enfado fracasas estrepitosamente, porque no estás viendo la función, el “para qué” de esas conductas que lógicamente no te vienen nada bien, pero que te protegen (o crees que lo hacen) del dolor, que te ayudan a taparlo y manejarlo, como el Dr.House con su bicodina. Y como necesitas hacerlo porque es lo único que sabes hacer y eso te duele, pues volverás a ello una y otra vez, por mucho que, como dice el refrán “sea peor el remedio que la enfermedad”.
El problema es que siempre que nos miramos, solemos hacerlo más juzgándolo que intentando comprenderlo, diciéndonos que “somos imbéciles por comer cosas que engordan por las noches” en vez de mirar por qué hacemos eso y descubrir que es porque tenemos mogollón de ansiedad o porque estamos muy tristes. No es sólo que juzgarte todo el rato sea tratarte de una forma en la que no tratarías a un amigo, sino que no es útil: Si te juzgas y sólo tachas algo de malo y tratas de cambiarlo, sin pararte a empatizar contigo y a entenderte, nunca lograrás cambiarlo de veras.
A veces esto es difícil de ver (si no fuera difícil no existiría mi profesión), pero cuando logras afrontar el problema de fondo, el que te lleva a esas conductas que te están haciendo daño, y puedes sanar esa herida, no necesitas seguir haciendo aquello que te sabotea y entonces resulta muy fácil poder cambiarlo.
Así que, en vez de criticarte e intentar cambiar dando palos de ciego, mírate (aunque verás algunas cosas que duelen), entiéndete y entonces podrás hacer algo distinto.
Buenaventura del Charco pasa consulta cómo Psicólogo en Marbella, Granada y Online. Realiza docencia como profesor invitado en la Universidad de Granada y como director del proyecto Marbella Cuida.