Con frecuencia, cuando nos preguntan sobre qué nos hace felices, nos confundimos con aquello que nos pone alegres, y es que no es lo mismo. La alegría es una emoción momentánea, una respuesta biológica que genera nuestro cuerpo ante algo que vivimos como agradable o positivo y que nos mueve a la actividad, euforia y deseo de interactuar con otros para compartir ese estado (supongo que por eso decimos que vamos “contentos” cuando estamos borrachos, aunque el alcohol es un depresivo…). Tiene la finalidad de volvernos más agradables, de transmitir a otros ese estado y de reforzarles algo que nos ha venido bien (como una manera de indicarles que nos gusta y nos viene bien eso que ha ocurrido, en parte para “motivarles” a que lo hagan más, si lo han hecho ellos o que sepan que nos gusta). Sin embargo, es algo momentáneo, parecido a cuando descorchamos una botella de cava: la espuma crece y sale disparada con fuerza y ruido, pero poco a poco pierde fuelle y baja, volviendo a un estado normal.
Creemos que la felicidad depende de las alegrías y esto no es así. Recuerdo cuando estaba hecho polvo por la muerte de mi padre y venía mi mejor amiga, Ana, y con ese puto arte que tiene me sacaba de cervezas por Granada y me contaba algo que me hacía descojonarme, estaba triste en ese momento de mi vida, pero podía tener ese momento de alegría con ella. De la misma forma, ahora que estoy en un buen momento de mi vida, que estoy considerablemente feliz, puedo rallar el coche al meterlo en el parking y llevarme un disgusto.
Esta concepción errónea de la alegría como algo “positivo”, “agradable” y “optimista” nos lleva a esforzarnos en cosas que no son tan importantes: las cosas que nos hacen sentir bien momentáneamente. Por un lado, a cumplir objetivos como adelgazar, comprarnos algo nuevo, ligarnos a una buenorra o buenorro o un ascenso. Son cosas buenas y a nadie le amarga un dulce, pero que generan un bienestar momentáneo que luego se disipa o al que te acostumbras (el día que estrenas esos zapatos que te encantan flipas, el noveno apenas lo notas…) y entonces necesitas buscar otra cosa, en una carrera continua que nunca acaba ni satisface, porque al acostumbrarte necesitas algo nuevo. O te obliga a tener que estar siempre compartiendo con los demás cosas buenas, como si fueses un hada mágica en el país de la piruleta que tiene la obligación de irradiar luz o contagiar “Good Vibes” y no una persona normal, que tiene días buenos, malos y mayoritariamente neutros.
Por otro lado, ésta idea errónea de la felicidad lleva a evitar y reprimir todo lo que nos huela a enfado o tristeza, tachándolo de “tóxico” o “pesimista”. Cuando, salvo que te recrees o te instales en ello, es simplemente una respuesta normal cuando pasa algo negativo en tu vida (como lo de rallar el coche, que te tiras un rato cabreado) lo cual sabemos que tiene implicaciones muy negativas en las personas y que esa forma de huir del malestar es uno de los factores que más te pueden llevar a tener una patología como la depresión, un trastorno de ansiedad… o cosas mucho peores.
La obsesión con estar todo el rato alegre y derrochando positivismo es un cáncer que está jodiéndole la vida a la gente, porque les obliga a ser algo o más bien a aparentarlo (en este caso felices y optimistas) en vez de permitirles ser honestos con lo que sienten en ese momento. De sentirse con el derecho a estar bien o mal y poder mostrarse realmente con los demás.
¿Qué es la felicidad entonces? La felicidad es un estado, no es algo que bulle momentáneamente y se disipa, es algo de menor intensidad pero continuo. Por eso a veces se dice que hay momentos en los que somos felices y sólo somos conscientes cuando han pasado, porque no es una explosión de subidón, sino una profunda calma interior, un estado de paz. No tener la sensación de vivir haciendo sobreesfuerzos, de comulgar con cosas que no te gustan, de no reprocharte o exigirte continuamente, de tener una lista de “cosas pendientes” que siempre está en tu cabeza, incluso cuando descansas y que te impide hacerlo realmente, de aceptación de quién eres y lo que pasa en tu vida y no estar siempre torturándote con lo que “debería de ser”.
Sobre todo, y como resumen, estar feliz es estar en paz, y ¿Cómo se consigue eso? Pues básicamente siendo congruente contigo mismo: decir cuando algo te duele y pelear, llorar cuando estás mal, ir por aquello que quieres a pesar del miedo a cagarla o al rechazo, aceptar el precio que hay que pagar por aquello que queremos, hacer lo que de verdad quieres hacer sea o no “lo correcto”.