Cuando uno mira las tendencias actuales en educación y crianza de hijos, se queda (yo al menos) descolocado: disciplina positiva, método Montessori y un sinfín más de metodologías, técnicas, perspectivas e ideas sobre la forma ideal de criar a los hijos. ¿Qué está pasando con este tema? ¿realmente tiene sentido? ¿es algo positivo? Os voy a dar mi humilde impresión, pero os hago spoiler: mucha folletá y mucha industria haciendo caja.
Creo que cada generación tiene su sino. En mi niñez, lo imperante era que el niño “aprendiera cosas que le preparasen para el futuro”, así que veías a los padres gastándose el sueldo en que el hijo fuera a varias actividades extraescolares: inglés, kárate, informática, dibujo… Los libros de psicología infantil solían versar sobre cómo motivar al niño para que estudiara, cómo detectar su potencial y saber estimularlo de la forma adecuada. Se dejaban así de lado aspectos como el amor, el cariño, que el niño se sintiese seguro… la obligación de los padres era preparar a su hijo para el éxito, para una vida futura donde triunfase y lo petase muchísimo. Se llegó incluso (todavía lo veo) a mensajes como que cuando tu hijo sacase buenas notas o se portase bien tenías que decirle que le querías y lo bueno que era, para fomentar la motivación “intrínseca” y no la vinculada a regalos u otras recompensas materiales, con lo cual le venías a decir a tu hijo que se le amaba en función de sus resultados y capacidades y no por su valor como individuo. Algo que ha acarreado los problemas de autoestima y, sobre todo, de autoexigencia, que podemos ver da manera evidente en las personas de entre 25 y 45 años actualmente. A la generación de mi madre en cambio, se les crió en la idea de cumplir las obligaciones y “lo que toca”, hacer lo correcto, el sentido del deber, la disciplina y hacer lo que se deb, aunque todo ello fuese a costa de no sentirse libres para elegir lo que querían realmente con su vida ni con el derecho a poder ser débiles, estar mal y poder parar, porque “hay que cumplir”.
Los niños actuales, que de forma muy acertada en mi opinión son llamados “generación de cristal” por muchos sociólogos, son niños criados bajo una idea imperante en los padres actuales “que mis hijos no sufran o no tengan traumas” probablemente por ser aquellos niños que se sintieron poco atendidos en lo emocional y en los que el foco de los padres sólo se centraba para ver si “aprendían” y “triunfaban”. Tienen por tanto un miedo atroz a que sus hijos experimenten lo que ellos sintieron y ese miedo intenta ser atendido por una serie de metodologías y profesionales que las imparten, muchos de manera muy sana y ética, pero también, como en el pensamiento positivo, por mucho cantamañanas que quiere exprimir los bolsillos de esos angustiados papás.
Esto se debe en parte a un cambio importante social y demográfico en nuestro país, y en general, en todo el mundo: donde antes se tenían entre 3 y 5 hijos y la atención, expectativas, preocupaciones y demás se dividían entre varios, ahora hay un solo infante que acapara todo eso, con todo lo que ello implica. Todos los huevos en una única cesta hacen muy difícil que no se viva la misma con profunda ansiedad y miedo. Además, se pierde ese aprendizaje de pequeñas peleas, colaboración, compartir, autoatenderse sin recurrir a los padres, socialización y tantas otras cosas que se daba entre los hermanos.
Es fácil de identificar cuando uno ve el contenido de estos cursos y talleres para padres: la idea es que el niño no tenga normas (o las menos posibles), que no se coarte ni frustre su creatividad, que no llore y no se lleve un berrinche, sintiéndose en todo momento atendido y protegidos por sus progenitores, maestros o cuidadores. El castigo, por tanto, está prohibido. El dejar que el niño cometa errores y se de bruces con sus propias limitaciones y experimente la frustración es algo que debe evitarse. Todo lo que pueda afectar a la idea de sí mismo como algo falible, con partes negativas también debe ser erradicado, por lo tanto, no se le puede hacer ver que es malo en algo, se le tiene que dulcificar sus déficits a través del lenguaje con una reformulación positiva y en general, se le tiene que evitar todo aquello que pueda ser amenazante, doloroso o que le haga sentir poco competente. Aparentemente, me gustan más estos postulados que los de mi generación, para que voy a engañar, el problema es que, como en las caricaturas, se ha deformado la propia realidad llevándola al extremo y convirtiéndolo en algo dantesco.
Está bien querer proteger a los hijos, pero hemos de entender que el malestar forma parte de la vida y que, por tanto, es importante que nuestros hijos tengan experiencias en este sentido: ser frustrados, adaptarse a normas, ser castigados… Ya que, si no, cuando lleguen a la vida adulta, serán incapaces de enfrentar la adversidad de la vida o entornos que no estarán tan dispuestos a “adaptarse” a ellos, sino que será al revés: serán ellos los que tengan que adaptarse a las normas de la empresa, el Estado o la familia política. Puede parecer una exageración lo que digo, pero desde hace unos años observo en consulta a los primeros jóvenes adultos criados en estos paradigmas, y se evidencia que esa sobreprotección, esa experiencia que han tenido en la que no existe el dolor y un mal entendido uso de la elección como algo que no viene asociado a ningún coste y matización crea personas con una fuerte intolerancia a la frustración, una enorme falta de seguridad en sí mismos porque se saben incapaces de manejar el malestar y una tendencia a creer que si algo les es molesto o aversivo debe ser eliminado (normalmente por alguien, ni si quiera quieren asumir esa responsabilidad) que les hace extremadamente frágiles e intolerantes.
Quienes pagan el otro lado de la factura, son, sin lugar a dudas, los padres: asustados sobre si lo están haciendo bien o no, con fuertes peleas dentro de la pareja sobre las formas adecuadas de implementar o no la última tendencia educativa o de crianza, con fricciones con abuelos y otras personas por adaptarse a esos rígidos modelos y, sobre todo, con un fuerte sentimiento de culpa por estar “traumatizando” a su hijo. Papá, si estás leyendo esto, te diré que un hijo lo único que necesita es un amor incondicional (lo cual no está exento de normas y disciplina, simplemente que le quieras independientemente de sus logros y que si hace algo mal le castigues pero le sigas transmitiendo que le quieres y que para ti es igual de válido, pero que esas conductas no son admisibles), cuidados, cariño (decirle que se le quiere es importante) y atención (tiempo de calidad donde se hable con él, se le pregunte cómo está o se compartan momentos)…
Sobre todas esas teorías que lees, te diré aquello que ya dijo el gran psicoanalista de Winicott en su día: no existen los padres buenos, así que intenta ser simplemente lo suficientemente bueno. Puede sonar raro, pero lleva razón: criar un hijo es algo que dura 24 horas al día, los 7 días de la semana durante casi dos décadas, luego es imposible que siempre lo hagas bien, que siempre sepas reaccionar de la forma en que tu hijo necesita y cubras de la forma adecuada todas sus necesidades. Algo le va a hacer daño, en algo se sentirá incomprendido, porque es así, porque eso forma parte de la vida y si bien no hay que fomentarlo, tampoco es tan terrible, esto le servirá como aprendizaje a manejar el dolor y esa es una de las lecciones más importantes pues el dolor es inherente al hecho de estar vivo así que más le vale saber manejarlo. Recuerda: acéptalo de forma incondicional, cuídalo, atiéndelo, dale cariño y dile que le quieres. Ya está, nada más… y nada menos.