El rechazo siempre escuece, es algo que sabemos que no debería importarnos tanto, pero el hecho es que nos jode, y bastante, a todos. Racionalmente no tiene puto sentido, y somos capaces de entender que gustarle al otro tiene más que ver con sus preferencias y gustos que con nosotros, de la misma forma que yo odio los pimientos, y por eso no puedo comer un pisto manchego o beberme un gazpacho, por muy bueno que esté.
También entendemos que gustarle a todo Dios es imposible, sin embargo, de una forma más o menos reconocida y consciente, es lo que intentamos todos. Nos da vergüenza reconocerlo… pero es así, en mayor o menor grado, queremos gustar. Y si no, plantéate por qué empresas como Facebook o TikTok han tenido el espectacular crecimiento que han registrado en sus escasos años de existencia.
Todos nos llenamos la boca de que queremos ser fieles a nosotros mismos, pero a la hora de la verdad, nos da miedo exponer nuestras miserias, decir esas cosas polémicas y políticamente incorrectas que todos albergamos o contrariar ciertas normas o expectativas de nosotros por el miedo a que nos ataquen, nos den de lado o nos rechacen. Y es que, todo eso, duele que te cagas.
La base de ésto probablemente sea que el ser humano es un animal de manada, de tribu. Somos bastante poco capaces si actuamos de forma independiente, así que nuestros ancestros debían gustar para no ser expulsados de la tribu, para ser amados por sus cuidadores hasta que eran autónomos y, por lo tanto, en términos de evolución como especie, ser rechazado era una sentencia de muerte segura.
Desde la infancia, como ya recogieron autores de todas las orientaciones de psicología, se nos van censurando algunas expresiones y comportamientos y promoviendo otros. Cuando obedecemos se nos alaba o se nos castiga cuando no lo hacemos o cuando algo es bonito es exaltado y mostrado a los demás y tabú o escondido cuando es feo. Así, sin darnos cuenta, vamos interiorizando la sensación de que hay partes de nosotros que son válidas y otras que no.
A nivel social tampoco nos ayudan, ya que la sociedad continuamente nos está planteando una idea de lo que es correcto y lo que no, y sobre todo, en la sociedad actual, estamos obsesionados con que hay “una forma correcta de hacer las cosas”, ya sea la que dice el gurú de turno, el método no se qué pollas, lo que dice la ciencia o lo que nos enseñan desde pequeños en la escuela. Es curioso cómo se nos explica mucho qué hacer, y cómo pedimos “herramientas” y “técnicas” pero se nos ayuda poco a preguntarnos qué consideramos nosotros correcto o que demandemos formas de encontrar nuestro propio camino.
¿Por qué ocurre ésto? Porque en nuestro pánico al rechazo, queremos la receta, la garantía de éxito para que no nos rechacen. Preferimos ser la versión que gusta por delante de la versión auténtica.
Lógicamente, las redes sociales que han fomentado la cultura de la seducción, en la que buscamos continuamente el “me gusta” de los demás y que nos bombardean con referentes de “lo correcto” con los que nos comparamos, sintiéndonos más angustiados y más potencialmente rechazables, no han venido a compensar o ayudarnos con esa tendencia biológica, aprendida y tan humana.
Como todo esto es así, creo que lo primero que nos puede ayudar es aprender a no torturarnos porque nos importe el rechazo, porque nos guste gustar. Creo que normalizar ésto es profundamente liberador, porque encima nos sentimos estúpidos y nos damos tela de caña porque todo ésto nos influya, y, ninguna de las dos cosas ayuda a cambiar ésto.
Quizás si hablásemos más de nuestros miedos, estos nos pesarían menos.
Es por esto por lo que creo que no debemos tanto centrarnos en que nos importe el rechazo o cómo hacer para que no nos duela, sino simplemente, asumir que es el precio a pagar. Que el rechazo es el precio de la libertad, y que, para poder ser libres y llevar la vida que deseamos de corazón, debemos asumirlo, aunque nos duela.