Lo que ahora denominamos postureo no es un fenómeno nuevo, cuando lees a Pérez-Reverte ya te cuenta citando a Quevedo y otros grandes del Siglo de Oro (no he leído nada directamente de ellos, que marcarme el pegote hablando del postureo me parece hipócrita ya de más…) como en esa época la gente antes de salir de casa, se echaba migas de pan en la ropa para aparentar haber comido, cuando estaban muertos de hambre. O por buscar algo más reciente, pensemos en esa idea de “la ropa de los domingos” que te engalanabas porque era el día que te cruzabas con la gente y de actividad social o esos despachos profesionales que en la sala de espera y donde te atienden están forrados de títulos y diplomas para que te quede muy claro lo mucho que sabe el fulano que te está atendiendo.
Sin embargo, es actualmente cuando ha llegado a su máximo apogeo. Las redes sociales han potenciado la cultura de la imagen, y lo que antes era un escaparate limitado en ese encuentro o conversación ahora se ha convertido en algo accesible 24 horas y 7 días a la semana, por lo que postureamos y nos fijamos más en el postureo de los demás, en un ciclo sin fin. La tecnología, sobre todo los móviles con sus cámaras, los datos siempre disponibles y las intuitivas nos han dado medios cada vez más elaborados para ello. Instagram, por ejemplo, me parece un jodido programa de diseño y edición de vídeos y fotos, que, hace 15 años sólo sabía usar un friki de ordenadores o profesional audiovisual, y cuando se lo veo usar a mi novia flipo.
Lo que antes era exclusivo de los famosos, ese vender la vida propia y salir estupendísimos en fotos calculadas al detalle, se ha convertido en algo accesible para todo el mundo. Todos podemos ser “celebrities” de nuestro entorno al menos, lo único que difiere es si llegas a unas decenas o a miles de personas.
Pero, personalmente, no creo que se deba sólo a la accesibilidad y a que cada vez es más fácil posturear mejor, sino que nunca como hasta ahora se había exigido tanto a las personas. Antiguamente se exigía moralidad o hacer bien tu trabajo, pero hoy en día tienes que ser ingenioso, atractivo, listo, con inquietudes intelectuales, tener una vida llena de planes… Joder, que nos exigen hasta que el ocio sea megacool.
La cultura meritocrática, que tiene mucho sentido y ha dado grandes logros en la economía o el trabajo, se ha llevado a las personas. Tanto sabes hacer y como de buena es tu vida es igual a lo que vales. Esto ha fomentado lo que en psicoterapia denominamos “Autoestima basada en el logro” es decir, el nivel de lo que me amo y valoro depende de cómo de bueno soy, de cuanto consigo, de aquello de lo que soy capaz. Este tipo de autoestima, es una autoestima envenenada, ya que nos aleja del amor real hacia nosotros mismos, ya que éste sólo se alcanza cuando es incondicional, cuando decidimos amarnos más allá de aquello que sabemos hacer. Porque simplemente nuestro sufrimiento y alegría nos importa. Porque queremos tratarnos bien independientemente de nuestros logros.
La autoestima basada en el logro nos empuja a la autoexigencia, a conseguir nuevos logros porque dependemos de ellos para sentirnos bien con nosotros mismos. También a compararnos con otros porque para calcular el valor de nuestras cualidades. Por eso, entre otras cosas, miras también el postureo ajeno.
Además, no nos fiamos de nuestro propio criterio, ya que tenemos dudas sobre nuestra propia valía y no nos amamos realmente. De ese modo, si yo no me puedo proveer de algo, necesito que me lo de otro, y si lo que quiero es amor o aprobación de otros (o que me digan que está bien como soy) tengo que evidenciarle a todos los demás lo bueno que soy y lo genial que es mi vida, para así conseguir esos “likes” y visualizaciones. Esos «me gusta» que nos tranquilizan porque nos evidencian que somos suficientemente buenos (hasta nos permite medir cuán buenos y válidos somos). Bien es cierto que también nos hace esclavos y dependiente de la aprobación de otros pero, merece la pena, ¿no? Mola mucho tener likes.
Nos da miedo no ser amados, no ser suficientes, por eso nos escondemos tras el postureo, para que otros nos quieran. Porque por conseguirlo, renunciamos a nuestro propio criterio, a nuestro propio amor incondicional así que en vez de mostrarnos realmente (por el miedo al rechazo) mostramos esa versión postureo de nosotros mismos.
El problema es que al hacerlo nos convertimos en dependientes de otros y que nos comunicamos con nuestros actos (las acciones hablan más que las palabras). Vaya puta mierda.
Acabaré con una frase del gran Fritz Perls, mi psicólogo favorito: “Si buscas la aprobación y la palmada en la espalda de todo el mundo, entonces, das a todo el mundo el poder ser tu juez”.