Bowlby aportó con su Teoría del Apego uno de los fundamentos teóricos clave en el desarrollo de la psicología, así como uno de los hechos que se pueden afirmar de forma más fehaciente que sabemos sobre las necesidades humanas: La necesidad de ser amados.
El recién nacido necesita desarrollar una relación con al menos un cuidador principal (que suele ser uno de los padres pero no siempre tiene por qué, como en los Kibuz israelíes de tipo comunitario) para que su desarrollo social y emocional se produzca con normalidad. Esta necesidad de vinculación afectiva con el cuidador principal no sólo se da en el plano mental sino que tiene su propio circuito biológico y hormonas como la oxitocina para garantizar que se desarrolla de la forma adecuada. Desde un punto de vista darwinista, la necesidad de crear un circuito de apego es evidente: en crías que tardan muchos años en ser autónomas y que deben realizar aprendizajes para poder desarrollar las competencias que garantizan la propia supervivencia es necesario que haya una vinculación que garantice que otro que si es capaz de cubrirlas esté presente para satisfacerlas.
Además el apego parece ser un precursor claro de la socialización del niño y de las probabilidades de la evolución de su salud mental.
El niño genera su apego con sus padres, que convoca a través del llanto para señalar las necesidades fisiológicas que tiene primero, y que utiliza para entender el mundo que le rodea y su propio mundo interno y emocional y como base segura para la exploración del mundo.
A diferencia de en lo expuesto anteriormente, que hemos podido afirmar de forma categórica cómo se desarrolla el apego en los primeros estadíos de la vida, esto cambia y difiere enormemente en las últimas etapas del ciclo evolutivo. Esto se debe a que, en la niñez, casi todos los infantes tienen necesidades similares a niveles de cuidados y afecto, ya que poseen el mismo nivel de autonomía, competencias, capacidades y aprendizaje, algo que no ocurre en la vejez, ya que el grado de capacidad de auto cuidado no sólo es enormemente variable en función de cada persona. Éstas, (cuidado y protección) son dos de las necesidades humanas cubiertas de forma increíblemente adaptativa por el Apego, de ahí que el estado de la persona en su etapa anciana determinará cómo cambiará el apego del sujeto.
Conforme el anciano vuelve a verse en un estadío en el que no puede cubrir sus propias necesidades de seguridad, protección y autocuidado fruto del irremediable deterioro físico y cognitivo (aunque como hemos señalado anteriormente el grado de variabilidad de dicho deterioro es enorme en cada caso) es frecuente que se “inviertan las tornas” en la relación de apego por excelencia: el vínculo paterno filial. Así las personas mayores acaban desarrollando una modificación en la forma en la que están vinculados con sus propios hijos, convirtiéndose éstos en las figuras de apego seguro de sus padres, convirtiéndose ahora los hijos en los cuidadores activos que están pendientes de detectar las necesidades de los padres, que ahora son vulnerables, y de atenderlas tanto a nivel físico (salud, dinero, cuidados de higiene o alimentación….) como a nivel afectivo y emocional (regulación, necesidad de sentirse amados y seguros…).
Otra variable a tener en cuenta es la disponibilidad de figuras vinculantes de apego, ya que por ejemplo, las personas tienden a establecer vínculos de apego sólidos con sus parejas sexuales si estas son continuadas, estables y satisfactorias, produciéndose también una vinculación emocional y una adherencia interpersonal que es cubierta por la creación de una relación de apego con dicha pareja. Algo similar ocurre con otras figuras vinculantes como pueden ser los hermanos. En la vejez, varía enormemente en función de cada persona la existencia de esas figuras (por fallecimiento o rupturas a lo largo de la historia de vida) o que estas estén disponibles o puedan desarrollar las funciones propias de la relación de apego debido a que suelen estar también afectadas de sus propias problemáticas de salud y emocionales ya que normalmente se mueven en una horquilla de edad y deterioro similar al de la persona.
Los sentimientos de soledad se dan a dos niveles en los ancianos, ya sea como soledad emocional por parte de las figuras de apego y como soledad social por pérdida de la red de relaciones sociales. Además numerosos estudios ponen de manifiesto que normalmente el acceso a cubrir dicha soledad es más difícil y compleja, y por criterio estadístico, insatisfactorio en los ancianos.
Aunque este asunto puede parecer poco importante para la praxis sanitaria, hemos de entender que la investigación ha puesto de manifiesto que para muchos ancianos la soledad es el mayor de sus problemas. La necesidad vincular de las personas es tal que a pesar de que en la vejez existen problemas acuciantes de salud, duelo por las competencias y relaciones perdidas, disminución del nivel socioeconómico… Es el sentimiento de soledad el que señalan como el más grave y sufriente de los problemas que padecen. Según el estudio elaborado por Vega, el 26,6% de los ancianos lo señalan como la mayor de sus preocupaciones. Señalar también el dato de que el 11,5% alega sentir un fuerte rechazo familiar, algo que se da con el agravante de que esa familia, en especial los hijos y nietos, son ahora las que deberían ser las figuras de apego seguro y quienes ayuden a cubrir las necesidades que el anciano no puede cubrir por sí mismo.
Como resumen y conclusión señalar que las figura de apego son especialmente importantes en este periodo ya que la persona se encuentra deteriorada y dado que aparentemente (ya que actualmente se valora poco la experiencia fruto de la vejez) puede ofrecer poco en relaciones de reciprocidad, es decisivo que pueda contar con personas que le cuiden no sólo en lo material, sino también a nivel emocional en momentos tan duros como el final de la propia vida. Se cierra así un círculo de vida, en el que, al marcharnos del mundo, las personas volvemos a reencontrarnos con la dependencia de la niñez y la necesidad de tener unos vínculos afectivos sólidos con figuras con la capacidad de cubrirnos y cubrir nuestras necesidades a todos los niveles. Sin embargo, esto se da con un enorme grado de viabilidad, porque a diferencia del niño que tienen garantizado el cuidado de alguno de sus progenitores, el anciano con frecuencia se encuentra con la soledad y en ocasiones y parafraseando a Winiccot una respuesta “no suficientemente buena” por parte de sus hijos, que pasan de ser quienes son cuidados a quienes tienen que cuidar de manera activa.
Comprender esto es comprender el papel clave que juegan las figuras de apego en el momento final del ciclo vital, ya que es un momento de merma de capacidades, vuelta a la dependencia y sufrimiento y aflicción: de ahí que es cuando estas figuras sean casi tan importantes como en la niñez y que su presencia y cuidado incondicional sea una variable clave en la sensación de bienestar del anciano.
Las personas, por encima de todo, necesitamos amar y ser amadas.
Bibliografía:
Bowlby J. (1953) Child Care and the Growth of Love. Londres. Penguin Books.
Hansson R. y Carpenter B. (1994) Relationship in Old Age. New York. The Guilford Press
López Sánchez, F. y Olazábal Ulacia, J.C. (1998). Sexualidad en la vejez. Madrid. Psicología Pirámide.
López Aranguren, J. L. (1992) La vejez como autorrelización personal y social. Madrid. Inserso.Weiss R. S. (1998) Loss and Recovery. Journal of Social Issues, 44, 37-52.