Estamos en los últimos días previos a las Navidades, algo que puede costar entenderlo porque llevamos con las luces desde hace un mes (cada año las ponen antes, ya mismo podremos sacarnos fotos con el alumbrado en chanclas) y no sólo los comerciantes de juguetes experimentan una fuerte carga de trabajo, sino por extraño que pueda parecer, también los psicólogos.
Fue una cosa que me impresionó cuando empecé mi andadura profesional, pues nadie me lo había comentado en la carrera ni en ninguno de mis postgrados, y es el hecho de que en estas fechas y justo después de las vacaciones, hay un fuerte incremento de la demanda de servicios de psicoterapia. No me gusta la expresión “hacer el agosto” cuando se habla del dolor de las personas y la sanidad, pero lo cierto es que es la verdad.
Pero, ¿Por qué ocurre esto?
Pues precisamente porque son unas fechas muy entrañables, que el discurso imperante se encarga de señalar como “muy significativas e importantes” y como siempre, cada persona compara su realidad vital en ese momento con aquello que le “impone” o le marca en cierta manera la sociedad en la que vive. El resultado muchas veces es hiriente, doloroso, pues hace evidenciar los problemas que nos hacen sufrir…
Vemos en las pantallas de los anuncios de turrón cómo entra el hijo en casa de su padre y se funden en un emotivo abrazo frente un impresionante árbol de navidad, a familias sonrientes pasándose amablemente la comida en torno a una fastuosa mesa, comiendo sonrientes y encantados de estar todos juntos y a niños abriendo el casi medio centenar de regalos que hay bajo el árbol… Y es imposible que luego no lo comparemos con las nuestras. Donde resulta que en la cena un hermano no se habla con la cuñada desde una pelea gordísima que tuvieron hace dos años, que la abuela apenas se entera de a quien tiene a su alrededor y se le vea incluso angustiada porque tiene alzheimer, que nuestra mesa esté menos repleta de comida y evidencie nuestra precariedad económica y que estamos pasando por un momento apretado, que da para pocos lujos o que haya una silla menos porque no está uno de los miembros de la familia.
Porque esa es otra, que la navidad hace muy explícitas las ausencias, los fallecimientos y las parejas rotas. Cuántos pacientes me hablan del mal rato de tener que acudir a la reunión familiar o de la empresa y ser los únicos que acuden sin pareja, las faltas de ganas de adornar la casa porque es para hacerlo para ellos solos… El aguijón de la soledad no deseada se clava de manera especial, más intensa si cabe, en estas fechas de reuniones.
También las reuniones evidencian los conflictos, y es que las fiestas del amor y la paz suelen provocar más de una tangana: padres divorciados que se pelean por las fechas o si el número de regalos es el apropiado, hermanos peleados por herencias u otros temas que no se juntan para celebrar o lo hacen siendo conscientes de su hipocresía o discusiones y desavenencias con la familia política… A veces, de noche de paz y noche de mmor, tenemos poco.
Para mí las navidades nunca son unas fechas fáciles, me gustan por las reuniones con los amigos y la Tardebuena en Granada (tradición local consistente en irte el 24 desde la 13 de la tarde de cervezas con los amigos hasta la hora de irte a cenar con la familia) pero como huérfano que soy siempre hay ese momento incómodo de tener que hablar con mi hermano sobre “con quien pasamos este año las navidades” y que no haya una respuesta obvia y clara (como las demás personas que no se lo tienen ni que plantear porque tienen un hogar con padres) es siempre doloroso, por más que se acostumbre uno.
Éste año tienen el añadido de que acabé mi relación de pareja, y echaré muchísimo de menos los entrañables momentos que viví con mi anterior novia las navidades de otros años, que celebraba con su familia, que siempre me acogía y me trataba con un cariño y amor que es imposible no evocar ahora sin que la melancolía me aprete el pecho (gracias por todo lo que me distéis familia, siempre serán recuerdos bonitos en mi corazón, siento de veras no poder abrir un jamón con vosotros este año y gracias sobre todo a ti Laura, por conseguir que por primera vez desde mi infancia me ilusionaran estas fechas con tu alegría y sonrisa honesta).
Con todo esto no quiero hacer apología del Grinch (personaje de ficción que odia las navidades), ni privar a la gente de lo que para mí son dudosos placeres como estar escuchando todo el rato villancicos en las tiendas, tener que pensar regalos o las películas cutres de sobremesa sobre milagros de navidad en Antena 3, sino simplemente recordar que quizás para todo el mundo no es “Feliz Navidad”, sino “Navidad” a secas, y que quizás el mejor regalo estas fiestas (más aún con todo lo que está cayendo con el COVID) sea el de ser empático y permitirle al otro vivirlas como desee: celebrándolas, estando triste y sin ganas de nada o vete a saber qué.
Desde estas líneas mis deseos de unas buenas navidades y de que el año nuevo que venga, sea mejor que éste que se nos va, que por cierto, ha estado bien repleto de putadas.