Normalmente cuando pensamos en adicciones lo que suele venir a nuestra mente son las drogas y el alcohol, pero la realidad es que el ser humano puede volverse adicto a cualquier cosa, ya que más allá del componente químico y biológico que sí encontramos en el consumo de sustancias, el factor clave es el de la funcionalidad, es decir, qué función cumple el hábito al que nos volvemos adictos, vamos, para qué lo hacemos.
Cuando exploro estos para qué en consulta suelen aparecer temas repetitivos: no estar triste ni tener mucha consicencia de sus sentimientos, tapar el vacío existencial, buscar la sensación de control y seguridad, darle salida a partes propias que reprimen… Esta es la razón por la que esa adicción coge fuerza, ya que nos protege o ayuda de un tema que nos es especialmente amenazante.
Por eso podemos volvernos adictos a casi cualquier cosa, incluidas aquellas que no tienen ese componente químico tan evidente: las redes sociales, las compras, el deporte, el sexo… y, por supuesto, el trabajo.
¿Por qué una persona puede volverse adicta a trabajar? ¿Qué tiene de agradable currar horas y horas? ¿Currar menos no es acaso lo que todos queremos?
En el trabajo, las personas suelen experimentar la sensación de alejarse de sus propios problemas. Por un rato, eso que te atormenta queda atrás, lejano y desdibujado, fuera de ese micromundo que es el laboral, y así, el curro, se convierte en un oasis en el desierto de tu problema, donde no tienes que conversar con una pareja que no soportas, unos problemas familiares que no sabes abordar y ante los que te sientes impotentes, no suele hacer falta hablar de uno mismo de sus emociones sino del contenido del trabajo…
Esta posibilidad de huir de los problemas es tremendamente agradable, y adquiere mucha fuerza porque escapar del peligro es algo tan primario como biológico. Pero es que, además, suele haber otro componente además del evitativo, y es el de la compensación: en el trabajo la persona suele tener un alto grado de control sobre aquello que hace y ocurre, y, si le pone especial interés y empeño (algo que le suele ocurrir a las personas adictas a currar) suele acabar desarrollando un alto nivel de valía y eficacia.
Así que pensémoslo por un momento: resulta que en una faceta de su vida privada siente que tiene un problema donde es profundamente inválido e incompetente, y que no sabe manejar en absoluto, sintiéndose atrapado, frustrado y vulnerable, tiene otra faceta, la laboral, donde tiene el control de lo que pasa y lo hace de puta madre. ¿quién no iba a ver entonces el trabajo como un paraíso?
Además, muchos tipos de trabajo, especialmente si te gusta el tuyo, te abstraen que te cagas, absorbiendo tu mundo mental de forma que durante las horas de curro casi que no hay nada más en tu vida. Por eso se vuelve tan jodidamente calmante, casi como un opiáceo que te coloca y te aleja de tu propio dolor, hasta casi olvidarte del mismo,
Esta idea de la competencia y que te guste tu trabajo es importante, ya que una persona tiende a sentir placer y ver especialmente atractivo aquellas cosas donde se siente competente, que le nacen de forma natural y que las disfruta. Así es más difícil (aunque posible…) volverse adicto a la fiesta a quien nunca le ha gustado trasnochar y lo social o al deporte a quien siempre ha sido torpe y no se siente cómodo con su cuerpo. Así las personas vocacionales, competentes y con un buen desempeño laboral, tendrían más potencial en desarrollar una adicción al trabajo.
Otras veces, este problema viene por una cuestión instrumental, es decir, como medio para alcanzar un fin: El deseo de ganar mucho dinero, de ser importante y escalar socialmente o en la empresa, de tener prestigio o reputación, de alcanzar poder… Aunque estas cosas gustan a casi todos, suelen ser un factor motivacional más importante en quien se ha sentido vulnerable, poco válido y digno de amor, ha sido abandonado o atacado, de forma que alcanzar cualquiera de estas variables le da una fantasía de protección y seguridad neuróticas muy agradables y potentes al calmar un miedo profundo.
La adicción al trabajo no sería tan diferente a muchas otras (funcionalidad, evitación, compensación…), sin embargo, el componente descrito en el párrafo anterior junto con otra anomalía en las adicciones, la de estar socialmente bien vista, la hacen especialmente peligrosa y menos evidente.
Y es que si una persona está todo el día de bares, rápidamente lo ve mal todo el mundo y el propio consumidor es consciente de que algo de lo que está haciendo no está muy bien. Todos reaccionamos con cierto rechazo o malestar (aunque a la vez nos despierte cierta pena) del borracho pesado del bar que huele fatal y apenas vocaliza o del farlopero pesado que te da un palique de la hostia y es pesadísimo… Sin embargo, del trabajador que está hasta tarde en la oficina, de camisa y con buena pinta, con el cansancio esculpido en el rostro por muchas horas de curro, nadie tiene un mal comentario o una mala mirada, por mucho que el hecho de estar ahí implica que, probablemente, está ausente para sus seres queridos o él mismo.
Desde luego, no es la peor de las adicciones posibles, ya que trabajar mucho no tiene los efectos devastadores de otro tipo de adicciones, pero su carácter sutil y que se vea recompensada a tantos niveles (económico, prestigio, valor social, buena consideración…) la hace especialmente peligrosa. Tampoco hemos de olvidar el impacto que tiene el cansancio y el estrés laboral en la salud, que puede ser tan peligroso como fumar o que potencie otros factores de riesgo como el sedentarismo o la soledad…
Aunque el término workalholic (que podemos traducir por “alcohólico al trabajo”) existe y se popularizó en Estados Unidos en los 90 y 2000, tengo la sensación (aunque no datos) de que es algo que vuelve a estar en desuso, o cuando menos, ha perdido pegada. Y eso que éste país sea, probablemente después de los asiáticos (Japón, Corea o China tienen un desfase con esto que flipas…) el más afectado, en gran medida porque la religión Protestante, fomenta como valor cultural el trabajo y el éxito.
En la cultura actual, con una meritocracia totalmente deformada en una horrible caricatura, donde se ha promulgado la horrible idea de que el valor de las personas depende de sus características, cualidades, atractivo, desempeño y rendimiento (y lo que tiene más cojones es que la psicología imperante promueva esa visión del ser humano) de la misma forma que el ganado, donde una vaca que produce más leche vale más que la que no lo hace, tenemos totalmente normalizada una visión de las cosas y una narrativa que fomentan tanto este problema de la misma forma que la sociedad de culto al cuerpo y la imagen los trastornos de alimentación.
El boom de “la cultura del emprendimiento”, el éxito del coaching y la psicología de panfleto con sus exhortaciones a “ser tu mejor versión” o la idea de que la realización personal viene a través de lo laboral y la vocación o el proyecto económico están haciendo un daño que flipas, y creo que tras estos discursos lo que hay es más un miedo a no ser válidos y narcisismos heridos que ambición real y sincera (contra la que no tengo nada en contra y me parece muy buena siempre que no sea desmedida, exactamente lo mismo que el trabajo y el esfuerzo).
Quiero terminar este artículo diciendo que me siento un poco hipócrita escribiéndolo, porque la verdad es que, aunque le voy poniendo coto y quitando horas, la última década me he hinchado a currar, de más la verdad, y estoy haciendo un importante esfuerzo por reducir mis horas de curro, pero no me es fácil, sospecho que porque mi padre tenía mucho de adicto al trabajo, porque me apasiona la psicología, y sobre todo, porque tiendo a olvidarme de mí para atender a otras cosas, y que, a pesar de la terapia, todavía asoma de vez en cuando mi parte más neurótica que quiere hacer casi cualquier cosa, con tal de ser mirado y querido.