Vivimos en la era de la productividad, estamos todo el rato corriendo, con la sensación de que hemos de aprovechar el tiempo. Los gurús motivacionales y la psicología de panfleto nos invitan a exprimir cada momento, con eslóganes refritos del tipo “no cuentas los días haz que los días cuenten” o “vive cada día como si fuera el último”.
A mi todo esto me lleva a dos preguntas: ¿Para qué queremos hacer tantas cosas exactamente? y ¿Por qué hacer es mejor que no hacer?
Entiendo que la finalidad sea estar a gustico, sentirnos bien o lo que sea, y ahí tendría sentido hacer cosas para ello, pero ahora, parece más bien que hacer cosas se ha convertido en un fin en sí mismo, por encima casi de lo que nos aportan. Vamos como el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas, agobiados por llegar tarde no se sabe muy bien a dónde ni para qué.
En la lógica del consumismo y la sociedad moderna no hacer es perder el tiempo. Por eso nos invade la culpa y un sentimiento de vergüenza cuando decimos que “no hemos hecho nada” el finde o ese pensamiento lleno de remordimiento de “joder, he perdido el día”. Todo lo que no sea productivo, tangible, lo vivimos como desperdicio.
Volviendo a la primera pregunta, para qué queremos hacer tantas mierdas, creo que tiene mucho de la búsqueda de tener algo que mostrar al otro, de esa continua proyección de una imagen de nosotros mismos como algo valioso, apetecible, con más novedades que Zara, aunque sean efímeras. Da apuro no tener nada que subir a los stories de redes sociales o quedar con los colegas y no tener nada que contar: “pues ahí voy, con lo de siempre” decimos casi apurados, joder, quizás lo de siempre está de puta madre, aunque no suene tan interesante ¿no?
La otra hipótesis que barajo es que lo hacemos para no escucharnos. Tenemos pánico a estar parados, a tomar consciencia y darnos cuenta de todo eso que reprimimos, y que, sobre todo, tapamos bajo un mar de actividad y estímulos. El filósofo Pascal decía que somos incapaces de estar en una habitación sin nada que hacer, que eso es algo que nos da pánico y creo que su hipótesis se vio muy demostrada en el primer mes de encierro del COVID-19: en sólo 30 días las tasas de enfermedad mental aumentaron más de un 300% sólo porque estábamos en casa sin nada que hacer. En ese tiempo es imposible que surgiera un desgaste del encierro, y la situación aunque jodida, era de estar en casa tocándonos los huevos viendo Netflix y comprando online, así que no era tan traumática para explicar ese aumento…. Simplemente, al no tener nada que hacer, no podíamos seguir tapando la parte de nosotros que sufre y que está herida con un mar de actividades.
La otra pregunta que me asalta es por qué es mejor hacer que no hacer y no sentirnos cómodos con lo que hacemos y sobre todo, libres de elegir, como bien señala el filósofo coreano en su obra “la sociedad del cansancio” (creo que es el pensador actual que mejor aborda este para mí apasionante tema) somos esclavos de la falsa libertad de escoger, de tener tantas opciones, porque una cosa está clara: podemos elegir entre opciones pero no podemos elegir no hacer.
Parece que hemos olvidado que si el fin es estar bien, a veces para poder estarlo tenemos que no hacer nada: descansar, ese rato de encefalograma plano no pensando en nada desayunando o viendo cualquier mierda en el tele que nos sirve para dejar de pensar, andar y deambular sin propósito por la ciudad (esta me flipa tengo alma de viejo) aburrirnos incluso o estar con alguien sin hacer nada, simplemente disfrutando de la compañía el uno del otro, como hacía nuestros abuelos sentados en sillas en las puertas de las casas…
De estos momentos salen conversaciones, conectamos con cosas de nuestro mundo interno, o aparecen pensamientos que divagamos… Hay que cosas que, para que emerjan, tienen que darse las condiciones, de forma similar a que una semilla no puede nacer si la tierra está llena de cosas y continuamente inundada de agua. Hoy en día estamos así, con cientos de estímulos que nos bombardean y miles de planes, con unas agendas más apretadas que los inquilinos de la Moncloa.
Es llamativo como se sigue planteando desde la psicoterapia más superficial la importancia de hacer cosas en base a la teoría de que las personas se deprimen cuando dejan de hacer sus actividades y tener pequeñas recompensas en el día a día. Sin embargo, cada vez más tenemos a pacientes depresivos que no es que no hagan cosas, es que no llegan a todas las que tienen que hacer, de forma que acaban colapsando y muchas veces mandan todo a la mierda o se derrumban cayendo en la apatía o la ansiedad que les bloquea. Profundizando un poquito en los casos que veo en consulta y en la literatura científica observo cómo estos cuadros ansiosos-depresivos tienen que ver sobre todo con lo que se llaman “depresiones autocríticas”, que tienen mucho de autoexigencia y de sensación de culpabilidad por no estar haciéndolo bien… ¿No tiene esto mucho que ver con la obsesión con aprovechar el tiempo y haber demonizado “perderlo”?
Como estoy hablando de no hacer, voy a predicar con el ejemplo y simplemente voy a copiar y pegar este texto de Hannah Arendt (que tenía apuntado en mi documento de notas sueltas, y que ya ni siquiera sé dónde lo encontré. Autora por cierto que no he leído más allá de este párrafo), y voy a dejar que ella haga por mí, ya que muy probablemente, lo haga mejor que yo.
“Se imprime en cada uno de nosotros el dicho que nos enseñaron en la infancia: «El tiempo es oro». Como deberías hacer con respecto a muchos refranes y dichos populares, te sugiero que lo olvides y que no sigas ese estúpido concepto inspirado por una visión de la vida estrecha de miras. El tiempo no es oro ni, por tanto, moneda de cambio.
Por suerte para ti, el tiempo está a tu disposición hasta tal punto que puedes perderlo en actividades no productivas o sencillamente saboreando el silencio. Siempre habrá suficiente tiempo para lo que cada uno de nosotros quiera realizar. No es el tiempo lo que cuenta, sino la motivación y el compromiso que pongas en la búsqueda de la actividad que hayas elegido.”
Así que te invito a seguir mi ejemplo y no hacer. Es una necesidad cada día más insatisfecha.