Creo que pocas cosas nos dotan de más legitimidad para ser fuertes, nos dan más permiso para ser firmes que mirar el propio dolor. Puede sonar paradójico, pero creo que los seres humanos lo somos enormemente.
Por un lado ver nuestro propio dolor, ser consciente de todo lo duro que hemos encajado, de toda la tristeza que nos generan todas esas pérdidas, decepciones y heridas nos ayuda a tomar consciencia de nuestra propia capacidad de resistencia, de aguantar cosas que como idea o en el momento que las vivimos nos parecían insuperables, que nos iban a romper. A veces la vida es así de jodida, aparece y te pega un buen bofetón en la cara cuando menos te lo esperas, tan fuerte que hace que te tiemblen las rodillas.
Recuerdo bien cuando le detectaron el cáncer a mi madre. Seis meses antes habíamos enterrado a mi padre tras un final largo y doloroso, con un alzheimer de por medio que le cambió el carácter y que nos fue muy difícil asumir y manejar. Uno de esos duelos ambiguos en los que la persona está físicamente, pero ha dejado de ser tal y como tu la amabas. Cuando se lo diagnosticaron ya sabíamos que no había muchas opciones, tenía otra enfermedad, una aplasia medular que era “incompatible” con el tratamiento de la quimioterapia, osea que estaba desahuciada. Luchó como una jabata (gracias mamá) y aguantó 18 meses más que fueron un jodido infierno, aunque nos permitió despedirnos de ella, atar cabos sueltos y agradecerle lo mucho que nos quería… falleció y me quedé huérfano con 22 años, económicamente sólido pero muy solo en esta perra vida.
¿Y sabes qué? Sobreviví.
Esto no es una puta historia de superación personal, y a pesar de que he de reconocer que soy algo narcisista, lo cuento como un mero ejemplo de que aun cuando la vida te da fuerte, al final, el dolor no te mata y sobrevives al golpe: tambaleante, emocionalmente destrozado y cagándote en todo, pero sobrevives.
Por lo que cuento esta historia es porque varios años después decidí romper mi relación de pareja con mi maravillosa novia de aquella época, algo que me costó Dios y ayuda. Recuerdo que tenía mucho miedo, mi vida los últimos años había sido ella y yo (si bien tengo unos amigos que son como mi familia) estoy un poco solillo en el mundo. De ese modo pensaba si sabría rehacer mi vida tras la ruptura, volver a vivir solo y demás, y entonces recordé mi propio dolor, mis propias pérdidas, las cicatrices imborrables que dejaron la muerte de mis padres y entonces comprendí (mi psicólogo me ayudó también bastante a ello. ¡Gracias Juanpe!) que si había sabido manejar esas pérdidas, siendo un niñato de 22 años (y agotado tras años de cuidar y luchar contra la enfermedad), sabría manejar, afrontar y encajar la pérdida de aquella relación con una madurez de 31 años, el resto de mi vida más o menos funcionando y sobre todo, esa prueba de que era capaz de manejar la pérdida y recomponerme.
Lloré, como es lógico y como se merecía esa persona y mis sentimientos hacia ella, esa bonita historia compartida. Pero cuando elaboré mi duelo y pude darle significado a lo que me estaba pasando, pude continuar.
Así que tenemos el primer beneficio del dolor: recordar el propio dolor te hace consciente de que eres capaz de enfrentarte a cosas duras, así que las que lleguen, recuerda lo que has vivido y superado. No será fácil, pero podrás con ello.
Otro beneficio del dolor es que, salvo que seas de esas personas que disfruta haciendo daño a otros (aunque esto nunca es per se, normalmente es por sentirse fuerte o seguro más que por hacer daño en sí mismo) es que tu propio dolor el que te da legitimidad para defenderte, luchar contra la injusticia o mantenerte firme en tu postura.
Creo que es de mis “trucos” habituales en terapia: cuando tengo pacientes que les cuesta defenderse (o ser “asertivos” en lenguaje un pelín más técnico) les ayudo a que simplemente vean lo que les duele de esa situación, y de ese dolor emana una legitimidad, un derecho a defenderse e incluso si implica hacer daño al otro. Algo que, por otra parte, va implícito en el hecho de defenderse, pues su propio dolor les “da permiso” para la misma. Pocas cosas dan tanto permiso para enfrentarte a otra persona, que ver tu propia sangre manando de tus heridas. Al final es su dolor (o el de aquello que quieren) o el dolor del otro, y no queda otra que elegir.
Así que ese es otro beneficio del dolor: ver nuestra propia pena, rabia, dolor y ansiedad nos arma de determinación para poder defendernos y mantenernos firmes en ella.
Espero que no saques la conclusión chorra positivista de que el dolor es bueno, así que te lo dejaré muy claro: el dolor es una mierda y espero que no te pasen cosas dolorosas, pero de todo se puede sacar algo si uno se escucha y se posiciona ante ello de la manera adecuada.