Supongo que el título es un poco raro, pero es la verdad. Es un día que me gusta especialmente en lo personal, ya que como huérfano que soy me gusta tener un día que me hace pararme a recordar la memoria de mis padres y lo que ellos, con sus luces y sombras, supusieron en mi vida. También es el único día del año que suelo ir a misa (bodas y demás aparte) porque siento la necesidad de acercarme a ellos a través de Dios: Ese día voy a la iglesia, me pego una buena llorera, los recuerdo y “hablo con ellos” en mi mente y me quedo como Dios, reconfortado y en paz a pesar de lo doloroso del asunto, o como diría mi padre con su humor tan socarrón “jodido pero contento”. Y es que para mí es difícil entender el cristianismo sin vincularlo con mis padres, supongo que en parte porque me inculcaron esa fe y supongo que porque siempre busqué consuelo en la religión ante su ausencia. Y eso que con la Iglesia católica tengo mis más y mis menos, soy creyente, pero no me resulta fácil.
El caso es que más allá de mi caso como persona individual, que no digo que sea extrapolable para todo quisqui, pero la realidad es que a mi me sirve y con eso me basta y me sobra, me parece interesante más allá de lo religioso como psicólogo y creo que era algo muy adaptativo para la sociedad, y es que, nos guste o no, normalizaba y confrontaba a las personas con algo que intentamos activamente no mirar en nuestras vidas: La pérdida y la muerte.
Creo que es bueno asumir nuestra propia mortalidad. Saber que todo se acaba nos ayuda a tener presente que el tiempo es finito, que esta vida se acaba y que debemos decidir qué carajo queremos hacer con ella y qué sentido queremos darle. Retrasamos cosas sine die, sobre todo por miedo o por un sentido de la obligación desproporcionado, siempre aplazándolo para más adelante como si siempre fuese a haber un más adelante, como si nuestro cuerpo no envejeciera y fuésemos perdiendo capacidades, dejando toda la responsabilidad en un futuro ambiguo cuando la realidad es que sólo tenemos capacidad de influencia en el aquí y el ahora.
Y no sólo va de nuestra muerte, sino también de “la muerte” en sí misma, como entidad. Es curioso como nuestra sociedad ha pasado de tenerla muy presente, a esconderla. Ya los niños no van a los funerales y velatorios, no vaya a ser que los traumatice, si bien creo que era un excelente aprendizaje para normalizar y relacionarse con un hecho ineludible. Ya no se guarda luto, y si bien lógicamente no estoy a favor de esas barbaridades que representó a la perfección García Lorca en La casa de Bernarda Alba, es llamativo como se ha privado a las personas de rituales para expresar y exteriorizar el dolor. El luto bien entendido servía para decir “oye he tenido una pérdida y estoy jodido, se más amable y compasivo conmigo, entiende y tolera que esté de bajona, cuídame un poquito” y creo que eso era útil. Ahora parece que vivimos bajo la dictadura de la sonrisa y el disfrute perenne, pase lo que pase.
Relacionarnos así con la muerte era un buen precursor para aprender a convivir con la pérdida, nos ayudaba a llorar, a exteriorizar el dolor y a respetarlo cuando lo veíamos en otros, y de esas experiencias comenzábamos a interiorizar un aprendizaje para pérdidas futuras, y no sólo hablo de fallecimientos, sino de rupturas de pareja, de sueños que no se daban, de trabajos o estatus…
También era, o es, ya no lo tengo muy claro, un día para reunir a las familias entorno a los ausentes, una forma de volver a conectar con nuestra familia de origen (hermanos, tíos) que cuando nos hacemos adultos tienden a estar más lejos y en esta vida de locos, prisas y exigencias que tenemos todos, cuesta encontrar tiempo para juntarse. Ayudaban a crear una narrativa de los orígenes y de quienes éramos, con todos los pros y contras que tiene eso, como bien puede señalar cualquier psicólogo sistémico.
En cambio, todo esto lo hemos sustituido por Halloween, que en apenas un par de décadas le ha comido el terreno totalmente al día de los difuntos. He de reconocer que la importación de la celebración de Halloween es algo que me toca bastante los huevos, y no sólo porque no sea “lo nuestro” (creo que estamos haciendo una globalización mal entendida donde más que integración cultural se están diluyendo todas las culturas en un batiburrillo simplista y estandarizado con una fuerte predominancia anglosajona) sino porque es una fiesta basada en el consumismo (disfraces, caramelos, decoración, eventos…) y en el placer, que no tiene nada de malo, yo soy un tío muy disfrutón y creo que nuestra cultura sabe hacerlo de lo lindo, pero también creo que el hecho de sustituir un día de tristeza, duelo y recogimiento por otro de diversión superficial aun siendo ajeno inicialmente a nosotros, habla mucho de una cultura profundamente tristofóbica y que quiere hacer desaparecer de la existencia todo atisbo de malestar, como si el dolor no fuera intrínseco al hecho de estar vivos. Y así tenemos luego, y cada vez más, a tantas personas sufriendo, porque son incapaces de relacionarse con el mismo, necesitados de taparlos de disfraces, consumo o pensamiento positivo.
Desde luego que creo que a mi colectivo no le va a faltar el trabajo. Y el negocio.