Antes de nada, quiero aclarar que este es un artículo raro en el que voy a intentar plasmar una serie de reflexiones que me ha costado tener de forma explícita, sobre todo a la hora de reconocerlas y de aceptar que están ahí sin morirme de la culpa. En primer lugar, pondré un paño caliente: la pérdida de mis padres y quedarme huérfano con 22 años fue una de las cosas más dolorosas que me han pasado nunca, y daría cualquier cosa por poder evitarlo, pero, simplemente, pasó así, fueron las cartas que me tocaron en la partida de la vida, y, como todos, intento jugar la partida con la mano que me toca lo mejor que puedo.
Aclarado esto, que me ayuda a que el aguijón de la culpa se me clave un poco menos. Diré lo que pienso realmente, y es que, aunque perder a mis padres fue algo terrible, también tuvo sus pros y ganancias, como absolutamente todo en esta vida. La primera y más obvia, fue el hecho de que su fallecimiento no fue algo sorpresivo y brutal, sino algo que se fraguó poco a poco y esperado: mi padre me tuvo con 63 años así que siempre tuve un papá anciano, con pocas fuerzas y en declive, algo que fue aumentando hasta llegar a su Parkinson y finalmente su terrible y desolador Alzheimer. Mi madre me tuvo a una edad más normal de 42 años, pero por desgracia para mí y sobre todo para ella, padecía una enfermedad muy hija de puta llamada Aplasia Medular que siempre la tuvo al borde de la muerte cuando más le apretaba y terriblemente débil y echa polvo cuando menos. Una espada de Damocles bien jodida, la verdad.
El caso es que sus fallecimientos supusieron, aparte del desgarro de la pérdida, el fin de las preocupaciones por su salud, de las estancias habituales en hospitales, de acudir a la farmacia más que al kiosko, de tener que ayudarles para lo más básico (ducharse, compras…) y sobre todo, de padecer horrores viendo cómo sufrían e iban perdiendo cualidades poco a poco, incluso llegando a dejar de ser ellos mismos (sobre todo mi padre con el puto alzheimer, que le cambió hasta la forma de ser). Es muy duro decir esto, pero cuando mi madre falleció, dos años después que mi padre por su cáncer, sentí una profunda sensación de liberación junto a una pena terrible.
La segunda y menos evidente, fue la independencia que gané en mi vida personal y privada por el hecho de que ya no estén ahí. De esto me he dado cuenta gracias a mi trabajo, ya que no se trata sólo de no ser esclavo de tener que cuidarles, sino del hecho de no tener que darle explicaciones a nadie, salvo a mi propia conciencia y en parte a mi hermano, por las decisiones que tomo. Día a día oigo a mis pacientes con el peso que supone tener que transmitir sus porqués cuando toman decisiones difíciles o controvertidas, el miedo intenso que experimentan a ser juzgados por sus padres o a hacerles daño cuando saben que no comprenderán algo o que les dolerá enterarse de que sufren por algo. Otras veces, los veo teniendo que vivir con sentimientos enfrentados, atrapados entre la parte de ellos que quiere a sus padres y la parte a la que duelen ciertos aspectos de ellos, teniendo que aceptar el precio de soportar esas cosas por poder disfrutarlos y seguir a su lado. En algunos casos, ni siquiera llegan a disfrutarlos, porque esto está mal decirlo pero es una realidad: los hijos de la grandisíma puta también son padres, así que cierto porcentaje de la población tiene unos progenitores más malos que un dolor que ojalá no estuviesen ahí dándoles por el culo (gracias a Dios, mis padres, a pesar de sus errores y miserias como tenemos todos, fueron unos padres buenos y cariñosos conmigo)
Pienso en decisiones grandes que he tomado, como mudarme de ciudad varias veces, emprender mis propias clínicas, decidir dejar novias o trabajos en los que, aunque todo funcionaba yo no era plenamente feliz, o las aventuras en las que me meto de gastarme dinero en escribir un libro (¡gracias por hacerlo rentable!) porque sentía que tenía quedar un mensaje contra tanto pensamiento positivo dañino y creo que hubiese sido mucho más difícil con ellos. Mi padre, que era un hombre cobarde, se hubiese acojonado tela, y me hubiese transmitido sus miedos y recomendaciones a una prudencia que me hubiese bloqueado en algo en lo que no quería esta realmente, mi madre, que era muy exigente y crítica me hubiese señalado los errores de mi vida y cambios de rumbo. Sentirse así de libre hace que sea mucho más fácil cortar cabezas y tomar decisiones importantes, que suelen ser las difíciles.
Pero claro, esta es la cara de la moneda, en este mismo tema, también fue difícil afrontar esas decisiones solo, sin nadie a quien consultar que sabes que te ama con la incodicionalidad de tus padres, sin nadie con la confianza -pero también la experiencia que sólo dan las arrugas- para preguntarle cómo lo ve o qué haría exactamente o simplemente el refugio cálido del hogar, el sitio seguro donde derrumbarse cuando todo salía mal y estaba hecho un trapo. Porque mis padres sí me criaron en ser muy libre, y a pesar de las críticas o los miedos me hubiesen dado su apoyo y siempre su refugio, estuvieran conformes o no.
En otros aspectos, creo que están los evidentes: que cada día feliz de mi vida tiene un punto triste porque se evidencia que no puedo compartirlo con ellos, que en Navidades nunca tengo muy claro qué coño hacer del todo, que los echo mucho de menos porque eran buenas personas y los quería mucho, que a veces me siento más sólo que un perro…
Con este artículo no quiero decir gilipolleces como que la vida me puso su fallecimiento para algo, que de todo se aprende (obviamente, pero me encantaría no tener que aprender nada por ejemplo, con mis hijos firmo ser menos sabio y sufrir menos) o que tengo que ser positivo y centrarme en ver lo bueno, simplemente, quería reflexionar con el peso que supone la opinión paterna, los sentimientos encontrados y el tener que dar explicaciones, pesos tan grandes, que a veces hace que ser honestos con nosotros mismos pese aún más de lo que debería. Como decía Perls “madurar es perdonar a los padres”, pero creo que cuando no te hacen daño de forma activa porque por desgracia ya no están, eso es un poquito más fácil.